Otoño
Otoño es un día sin ti, y mi alma se muere de pena. Lo que los labios no dicen, las manos no hacen. Lo que los labios dicen, puede que nunca lo hagan.
Otoño es un día sin ti, y mi alma se muere de pena. Lo que los labios no dicen, las manos no hacen. Lo que los labios dicen, puede que nunca lo hagan.
Ahí estaba ella, muerta de frío, de vuelta a casa acompañada por un par de amigas. Escuchó que le gritaban su nombre a la espalda. Se volvió y vio a dos compañeros del instituto, y entre medio él, montado en la bici y con la cabeza gacha. Aunque los amigos le apremiaron a acercarse a ella, no fue capaz de hacerlo..., quizá nunca lo haga. O quizá mañana cuando llegue al instituto se encuentre con un beso inesperado. Después de todo este tiempo mandándose indirectas con los nicks del messenger, estos guapos gitanillos compartirán lo que a pesar de su corta edad, hace muchísimo tiempo que desean compartir: un trocito de amor del verdadero.
Ojalá lo consigan.
Yo, desde mi soledad, estaré feliz por mi hermana.
pnsando knsidré k solo valía má, y luego m di cuenta k 1 hombre no vale ná si no tien 1 muhé ke le alegre er dspertá
Imagen: Gitano recibiendo el beso de la luna, Zaida del Río Castro
Ayer vagaba por la calle, como muchos días en los que no me encuentro con fuerzas para cumplir con mis obligaciones, y me entró hambre. El hambre de siempre. Miré en mi bolsillo y tenía un euro. Al llegar a una callecita, me encontré con una pequeña panadería-repostería bastante recogida y que siempre me llamaba la atención. Parece un huequecito en la fachada del edificio con forma de cajón. Las puertas del mismo se pueden considerar mamparas blancas con cristales, que se pliegan a ambos lados. Me dispuse a entrar, con el euro ya en mi mano, cuando me di cuenta de que dentro no había nadie. "Hola" - dije. Pero nadie contestaba. El único ruido a parte del zumbido de algún electrodoméstico proveniente de un cuartucho adosado a la pared del fondo, era el ruido del silencio. Ni siquiera percibía el sonido de la calle. Una extraña sensación me recorrió la espalda y volví a decir "hola", pero esta vez con una entonación un poco más inquieta, casi desesperada porque me atendiese alguien y poder marcharme de allí. Quizá, si alguien hubiese asomado desde aquel cuartucho del que de repente salía una mosca, habría escapado corriendo. Eché un vistazo al reloj que colgaba de la pared. No sabía cuánto tiempo hacía que estaba allí, probablemente no mucho. Sin embargo el reloj estaba parado. Sentí miedo. Los relojes se paran cuando uno se muere, y los de una tienda no tienen otro motivo para estar parados, ni siquiera el de aquella. Al final huí.
Todo el mundo se equivoca, y yo más que nadie. En esta ocasión había equivocado en dos cosas: el zumbido no era eléctrico y allí sí que había alguien.
En lo único que llevaba razón fue en el tema de los relojes.